Yo sólo cierro los ojos cuando el sueño me vence, y eso tarda mucho en pasar. No me gusta caminar a ciegas. Odiaría no ver directamente el rostro de quien me patea. O la flor que será capaz de alegrarme un día; el nuevo camino que elegiré a continuación.
Narraré una historia que me hizo pensar en ello.
Curiosamente, estaba yo leyendo un cuento, cuando
se efectúo otro ante mis ojos.
>> Érase una vez, una joven ni fea ni bonita,
una joven más que creía valer menos a la ropa que llevaba puesta. Iba vestida,
a propósito, como una mendiga, lo que “bajaba” todavía más el valor de sí
misma.
>> Desde que tenía memoria, desde que comenzó
a hablar y escuchar, se sentía completamente degradada. Ya encontraba normal la
violación hacia su persona. ¿Qué otra cosa podría recibir una inútil como ella?
Los golpes e insultos eran para que no olvidara su naturaleza, eran parte de su
vida cotidiana. Le imposibilitaban olvidar.
>> Le imposibilitaban huir.
>> No le era fácil encontrar la alegría, así
que pronto dejó de buscarla. No la conocía, ¿cómo saber cuándo estuviese frente
a ella? Al final, terminó por creerse cada palabra que oía.
>> “Inútil”; “ramera”; “estúpida”.
>> Cuando alguien le pegaba, cerraba sus ojos
y aguantaba cada golpe en un silencio sepulcral. Ni siquiera su llanto provocaba
ruido. Su corazón también pudo haber quedado en silencio de proponérselo, pero
cobarde hasta ese punto. No pudo.
>> Al terminar los golpes, ella secaba sus
lágrimas y continuaba con su vida –si es que a eso le podía llamar vida.
>> Así sucedía, sin embargo, apareció otra
joven que vio uno de estos repetidos episodios. La joven estaba leyendo, cuando
vio todo. El todo de cada día.
>> La desconocida, con interés no disimulado,
preguntó:
>> — ¿Por qué cierras los ojos?
>> — Para no verlo y tapo mis oídos para no
escucharlo —respondió, pues era un hombre quien la golpeaba. Imaginó la
desconocida que se trataba del marido, pues era muy joven para ser su padre.
>> — Pero él sigue ahí y los moretones no
desaparecen y los insultos los sigues escuchando dentro de ti. Ni siquiera
necesita él proferirlos.
>> Con el libro bajo su regazo, la
desconocida la miraba, acusadora. ¿Otra persona más que la llamaría inútil?
>> — …
>> — ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que, por
más cerrados que estén nuestros ojos, no puedes hacer a alguien desvanecerse –o
regresar-? —insistió la del libro.
>> Sin embargo, la muchacha golpeada, no
respondió. Cerró los ojos y tapó sus oídos.