>> Érase una vez –casi todas las historias inician así-, un
conjunto de relatos o cuentos. ¡Muchos! Formarían un libro. Todos
llevaban por protagonista a un mismo hombre y mujer. Una mujer, quien
narraba sus vivencias. Aunque sin nombre ninguno de los dos. (Los
nombres son peligrosos, si no los sabes utilizar, es mejor no hacerlo.)
>> Los cuentos los escribía una escritora anónima. Su mano
envejecía tras cada palabra. Igual a si dejara la vida en el papel. No
era consciente de esto, pues siempre creyó ver su piel sin cambio
alguno.
>> Y así, escribió y escribió. Y así, vivía y vivía.
>> Pronto, sólo se dedicó a escribir. Poca importaba ser o no leída.
>>
Pero, lo que la escritora no sabía, era que la tinta de su pluma estaba
agotada, desde antes incluso de plasmar la primera letra.
>>
Su deseo de preservar aquella historia para siempre, no sería cumplido.
Porque los recuerdos no desaparecen y, a pesar de su constante
presencia, siguen sin ser reales. Intocables. No eran reales para ella;
nadie los compartía.
>> Un buen día, notó la noche. Notó
su piel fría, la oscuridad en la habitación, la soledad en su lecho…
Leyó las hojas en blanco, vio un jarrón sin flores. El otoño ya había
terminado milenios atrás. El silencio hacía de música. Una música muy
triste. Vio sus ropas viejas, sus cabellos largos y entrecanos.
>>
Entonces, soltó la pluma. Encontró la tinta en sus lágrimas. La pluma
cayó al suelo, ahí rodó hasta perderse debajo de la cama. No se preocupó
en buscarla.
>> La escritora se levantó para acostarse. Cerró sus ojos con un suspiro agotado.
>> Cuando despertó, ella no volvió a escribir de él.