Ocasionalmente, apenas sin
notarlo, comencé a fumar. Después del cigarro que él había dejado, vinieron
otros tantos más. Lo hice mi vicio. Dejé los prejuicios a un lado, y me animé a
encender otro en la soledad que se volvió mi compañera.
“Cuando el sonido de la música, o del silencio, es
mayor al de mis pensamientos, disfruto más del tabaco, porque me recuerda a
ti.”
El
tiempo pasaba. El manuscrito en la mesa estaba ya terminado. Un día tras otro
era arrancado del calendario, y mentiría si dijese que había dejado de
extrañarlo. Si era posible, lo extrañaba todavía más. Veía los árboles mudar
sus hojas, quedarse desnudos, vestirse después de colores; veía bailar a la luna, veía empolvarse mis
recuerdos, o confundirse con el humo.
También
se secaron mis lágrimas, pero no dejaba de extrañarlo. Ya me había vuelto
adicta a la tristeza.
Inevitablemente,
regresaba al monólogo:
“Seré sincera. Fumo únicamente tres veces al día,
mientras la pregunta ‘¿por qué te marchaste?’ flota en el aire. Estoy sola y
hasta ahora no he encontrado la respuesta.”
Amanecer,
ocaso, y anochecer, son los momentos más tristes de un día, y también los más
hermosos.
“¿Sabes? No es fácil. Después del tercer cigarrillo
y el tercer amante, te das cuenta que una caricia no borra otra.”
Un beso
tampoco.
Siempre
me habían gustado las canciones largas con un ritmo melancólico, aquellas de
letras que duelen. Los que me conocían no entendía, no entienden, por qué
disfruto tanto con ellas si sólo me laceran más.
A
veces, es agradable encontrarle placer al dolor.
“No digas más, por favor, tu silencio –tu ausencia-
ha dicho lo suficiente.
¿Gustas un cigarrillo? ¿No? Hazme el favor entonces
de regresar por donde has venido, y no olvides llevar contigo mi efímera
esperanza, y mis estúpidas letras; no las quiero leer otra vez.”
A
prudente distancia, como si pudiese quemarme, observé el libro casi acabado
(tenía la certeza de que “algo” más le faltaba, pero no podría decir qué), que
ya tenía contrato editorial. El libro, la historia que llegaría a mil manos,
que sería leída y compartida, tal vez sin fin.
— Un
sueño nunca sustituye a otro.
“Espera, sólo déjame los recuerdos. No los
necesitas. Hoy he decidido servirme una taza de perfumado café y me gustaría
acompañarlo. Unos recuerdos con forma de galletas serían excelentes. Tal vez,
le agregue incluso tres cucharaditas de pasión enfriada, pues no le sentarán
nada mal para el sabor.”
Terminé
de fumar el cigarro, miré hacia el cielo: acababa de anochecer. Para no romper
la costumbre, pregunté:
— ¿Por
qué te marchaste?
“Una rebanada de insomnio estará deliciosa, apenas
lo pensé. ¿Te apetece acaso?”