domingo, 16 de junio de 2013

Feminicidio



Condujo sin apenas escuchar la radio. No sabía de qué hablaban, ni siquiera la estación que tenía puesta. La noche cubría su adrenalina. Las luces de los autos alumbraban la cara que parecía de un lunático; sonreía, victorioso, desesperado, llorando… Realmente, no importaba, sólo sonreía.



                Fijó su vista en el retrovisor; en los asientos traseros estaban ellas, las que lo lastimaron sin piedad con sus palabras. Las miró, lleno de odio, lleno de amor. Las miró lleno de pasión.



Bien amordazadas, no hacían ruido alguno y sus ojos se perdían en la autopista indiferentemente transitada. Quizás eran conscientes de su futuro, quizá ya se resignaban… o podría ser que contaran con la piedad de su verdugo.



Estacionó el coche en una curva. Abrió la puerta de los asientos traseros y las empujó con cuidado por el bosque. Traía los cerillos en el bolsillo de su pantalón. Ellas intentaron decirle algo, pero él no quiso escucharlas. ¡Ya habían dicho lo suficiente en su momento! ¡Lo repitieron y lo repitieron hasta el cansancio…!



En las noches, en las tardes, en las madrugas, en las horas de sueño y en las de desvelo…



No tardó en prender la fogata, ni pequeña ni grande, lo suficiente para quemarlas. Sus ojos vieron cómo el fuego iba tomando altura y las llamas parecían querer acariciar a sus futuras víctimas. Sopló un poco y crepitó su hoguera.



Una a una, las depositó en el fuego. Ellas se resistieron por un segundo,  entonces fueron conscientes de que sus cuerpos se doblaban y desfiguraban. La piel pálida y hermosa, como de porcelana que poseían, ennegreció. Amarradas y con la boca amordazada,  incapaces se encontraban de gritar o pedir auxilio.



Una de ellas pudo deshacerse de la cuerda que le oprimía el cuerpo, extendió su mano hacia la de él, sin embargo, las llamas la obligaron a caer inconsciente.  Todas sufrían en silencio. Una agonía muda.



“¿Por qué?”, preguntaban sin mover sus labios.



¿Por qué?



    ¿Dónde está ahora su belleza? —cuestionó él, sin prestarles atención— ¿dónde su arrogancia?



Hasta su perfume se perdía…



Las recordó gráciles, orgullosas. Eran iguales a las sirenas, aquellas de cantos mortales, aquellas de promesas falsas. Mujeres perfectas que se bañaban con el agua resbalada de sus ojos… el llanto que hoy no caía ya.



Las sirenas siempre supieron qué palabras decir para provocarle un lago de tristeza, donde después reían y jugaban, trenzando sus cabelleras. Hacían aparecer un falso Leteo, pues no se trataba del lago del olvido, sino del recuerdo. Entre lágrimas, evocaba una y otra vez, y sentía un dolor inmenso; infinito.



Tan infinito como… como la noche, llena de sátiros, ninfas, fuegos fatuos, duendes y esfinges que lo acompañaban en su soledad, en su crimen.



Pensó que podría llover, vio hacia el cielo. ¿Dónde estaban las estrellas? Bueno, de cualquier modo, si llovía, ellas no se salvarían. No. Ya estaban condenadas. Condenadas a la muerte, por ser hechiceras, por enloquecerlo.



Sonrió y el incendio también lo hizo. Se expandía… ya no podrían escapar. Quizá tampoco él.



Sentía calor.



Con una fascinación casi morbosa, extendió la mano y acarició el fuego. Creyó que rozaba la mano de un ave fénix, pero el dolor lo hizo apartarse rápidamente. Se llevó sus dedos quemados a la lengua… incluso muriendo, ellas le hacían daño.



Una fue quien lo había jalado, quien lo hipnotizó para quemarse. Sí.



En silencio, le mandó un beso a su favorita.



   El fuego te abraza (como yo te abracé) y te abrasa (como tú me abrasaste).



Pasaron unos cuantos minutos más. Los sátiros perseguían a las ninfas y bailaban con ellas. Algunas parejas se besaban, mientras él, él únicamente veía cómo morían las causantes de su dolor. Cómo quedaban reducidas a simples cenizas.



Realmente, nunca las dañó. Nunca las golpeó, ni las engañó. Una buena noche las vio, amarró y subió a su coche. Después, condujo a donde nadie lo encontrara, y llevó con él una caja de cerillos. No las hirió. Al contrario, les dijo cuánto las amaba, cuánto las odiaba.



Sólo… sólo decidió poner fin al dolor.



Ellas lo entenderían.



Además, así jamás lo volverían a lastimar sus palabras, porque, al fin, fue capaz de quemar esas cartas.

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